D. Quijote y Sancho deciden irse de la venta al comprobar que no es castillo y que el ventero le exige el pago de la manutención de sus animales y de ellos mismos. D. Quijote se niega a pagar por entender que un caballero andante jamás pagó en alojamiento alguno y sale escopeteado del recinto. Entonces...
"El ventero, que le vio ir, y que no
le pagaba, acudió a cobrar de Sancho Panza, el cual dijo, que pues su señor
no había querido pagar, que tampoco él pagaría, porque siendo él escudero de
caballero andante como era, la misma regla y razón corría por él como por su
amo en no pagar cosa alguna en los mesones y ventas. Amohinóse mucho desto
el ventero, y amenazóle que si no le pagaba, lo cobraría de modo que le pesase.
A lo cual Sancho respondió, que por la ley de caballería que su amo había recibido,
no pagaría un solo cornado aunque le costase la vida, porque no había de perder
por él la buena y antigua usanza de los caballeros andantes, ni se habían de
quejar de los escuderos de los tales que estaban por venir al mundo, reprochándole
el quebrantamiento de tan justo fuero.
Quiso la mala suerte del desdichado Sancho, que entre la gente que estaba
en la venta se hallasen cuatro perailes (cardadores de paños) de Segovia, tres agujeros (vendedores de agujas) del potro
de Córdoba, y dos vecinos de la heria (conjunto de bribones) de Sevilla, gente alegre, bien intencionada,
maleante y juguetona; los cuales casi como instigados y movidos de un mismo
espíritu, se llegaron a Sancho, y apeándole del asno, uno dellos entró por
la manta de la cama del huésped, y echándole en ella alzaron los ojos y vieron
que el techo era algo más bajo de lo que habían menester para su obra y determinaron
salirse al corral, que tenía por límite el cielo, y allí puesto Sancho en mitad
de la manta, comenzaron a levantarla en alto y a holgarse con él como un perro
por carnastolendas. Las voces que el mísero manteado daba fueron tantas, que
llegaron a los oídos de su amo, el cual, deteniéndose a escuchar atentamente,
creyó que alguna nueva aventura le venía, hasta que claramente conoció que
el que gritaba era su escudero, y volviendo las riendas, con un penado golpe
llegó a la venta, y hallándola cerrada, la rodeó por ver si hallaba por donde
entrar; pero no hubo entrado a las paredes del corral, que no eran muy altas,
cuando vió el mal juego que se le hacía a su escudero.
Vióle bajar y subir por el aire con tanta gracia y presteza, que si la cólera
le dejara, tengo para mí que se riera. Probó a subir desde el caballo a las
bardas; pero estaba tan molido y quebrantado, que aún apearse no pudo, y así desde
encima del caballo comenzó a decir tantos denuestos y baldones a los que a
Sancho manteaban, que no es posible acertar a escribillos; mas no por esto
cesaban ellos de su risa y de su obra, ni el volador Sancho dejaba sus quejas,
mezcladas ya con amenazas, ya con ruegos; mas todo aprovechaba poco, ni aprovechó hasta
que de puro cansados le dejaron. Trajéronle allí su asno, y subiéronle encima,
le arroparon con su gabán, y la compasiva de Maritornes, viéndole tan fatigado,
le pareció ser bien socorrelle con un jarro de agua, y así se le trujo del
pozo por ser más fría. Tomóle Sancho, y llevándole a la boca, se paró a las
voces que su amo le daba, diciendo: Hijo Sancho, no bebas agua, hijo, no la
bebas que te matará; ves, aquí tengo el santísimo bálsamo, y enseñábale la
alcuza (vasija cónica) del brevaje, que con dos gotas que de él bebas sanarás sin duda.