Todo empezó entre los pobladores que vivían en la España del siglo V, en la que ya había una honda sima entre los hispanorromanos y los judíos. Los visigodos, que ya habían adjurado del arrianismo y se habían convertido al catolicismo en tiempos de Recaredo -587 d.n.e.- convocó dos años más tarde, en el III Concilio de Toledo (589) donde se prohibió a los hebreos casarse con cristianas, comprar esclavos cristianos y ocupar cargos que autorizaran imponer castigos a los cristianos. El rey Sisebuto, en 616,  decretó la conversión forzosa de los judí­os o, en caso contrario, deberí­an abandonar el territorio godo. En el IV Concilio (633), también de Toledo, convocado por Sisenando bajo la dirección de Isidoro de Sevilla, se decretó que los judíos que se casaban con cristianas se debían convertir al cristianismo o separarse de sus esposas y que no podrían ejercer cargo público de ningún tipo. Chindasvinto suavizó la política antijudía, pero  su hijo Recesvinto volvió a reiniciar la política antisemita de varios de sus antecesores. Decretó que todos los herejes, entre los cuales se encontraban los judíos, serían desterrados del reino. Así mismo,  ningún judío bautizado podría abandonar la fe cristiana ni celebrar las festividades de la Pascua ni respetar el sábado. No podían tampoco respetar sus restricciones alimenticias ni testificar contra un cristiano, aunque este fuera un esclavo. La pena por el incumplimiento de estas leyes era la hoguera o la lapidación. Wamba volvió a la política de tolerancia, pero, más tarde, Ervigio y su sucesor Égica volvieron a la carga.

Los hebreos proporcionaban grandes sumas de dinero a algunos nobles que gobernaban provincias mayores, y cuando la actitud projudía de éstos era conocida, sus subordinados, (jueces, etc.), se comportaban conforme a sus deseos. Fue la primera vez en que la diferencia entre judíos y los que no lo eran, se manifestó públicamente en la Península. A partir de esa fecha los acontecimientos de la población judía en España se desarrollaron automáticamente, aumentando progresivamente en detrimento de los propios judíos. Lo que preocupaba a los reyes unionistas visigodos eran las grandes sumas de dinero que entraba en las arcas de algunos nobles y les facilitaba adquirir armas, mantener más secuaces, contratar más espías y agentes secretos, lo que incrementaba su capacidad conspiratoria envalentonándolos para iniciar insurrecciones. Los reyes sabían que los judíos no participaban directamente y por eso no les acusaron de rebeldes, pero por su constante soporte financiero a los nobles, se les miraba políticamente como una amenaza, independientemente de la cuestión religiosa.
No es de extrañar, después de este trato, que los judíos recibieran con los brazos abierto a los árabes que llegaron a la península Ibérica en el año 711.