Me imagino a Alfonso I el Batallador, tal día como hoy de 1118, a punto de conquistar
Zaragoza tras varios meses de asedio. La
conquista de esta plaza, clave del reino de Aragón, había sido el objetivo
principal del monarca desde su separación de doña Urraca de Castilla. Liberado
de tormentos conyugales, poco compatibles con su educación guerrera y
costumbres monásticas, el Rey pudo centrarse en la guerra y desde entonces su
poder de intimidación no hizo más que crecer. “Un verdadero soldado debe
vivir con hombres y no con mujeres” era su lema.
La toma de Zaragoza adquirió tintes de auténtica cruzada. En Toulouse se
celebró un concilio al que acudieron obispos de Aragón y Navarra, junto a los
de la Francia meridional, para proclamar la guerra santa contra el enemigo
almorávide. Un gran ejército de cruzados francos se presentó ante las puertas
de Zaragoza. Alfonso I se reunió con ellos para ponerse al frente de las
huestes. Las murallas de la plaza habían ganado fama de inexpugnables, pero los
cruzados manejaban pesada maquinaria de guerra, altas torres y catapultas,
perfeccionadas durante la verdadera Cruzada de Oriente.
Los sitiados comenzaron a quedarse sin víveres, pero los atacantes sentían
también el castigo de su incesante empuje. La preocupación de Alfonso I era la
protección del cerco ante un posible ataque desde el exterior. A pesar de sus
precauciones, el gobernador de Granada, Abdalá ben Mazdalí, pudo acudir en
socorro de la ciudad, aunque su entrada a la desesperada sólo le serviría para
morir mes y medio más tarde. Sin confianza ya en ninguna clase de auxilio,
Zaragoza inició las negociaciones de capitulación, que al entender de los
cronistas musulmanes, fue muy ventajosa para los rendidos, que pudieron
conservar sus propiedades, su religión e incluso su estructura de gobierno,
aunque muchos de ellos salieron de la medina hacia los arrabales y otros,
decidieron trasladarse a Valencia. Al quedarse un tanto despoblada se tuvo que
repoblar con occitanos y navarros.
El 18 de diciembre los cruzados entraban triunfalmente en Medina Albaida (La ciudad blanca).
(En la imagen, pintura de Francisco Pradilla realizada en 1879, actualmente en el Ayuntamiento de Zaragoza).
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