Nunca fui muy de putas. Y sigo sin serlo. Eso no es obstáculo para que
en otros tiempos azarosos las tratara bastante. Las putas y su ambiente
era un territorio por el que te movías a menudo con los compañeros,
entre otras cosas porque tras una dura jornada laboral en Yamena,
Managua, Beirut o Sarajevo, con los malos -a ese nivel nunca había
buenos- pegándote cebollazos, al llegar la noche había pocas
posibilidades de que la marquesa Casati te invitara a tomar el té en su
residencia del lago de Como. Quiero decir que conozco el percal: estoy
en el mundo, tengo amigos y recuerdos. De cuando, siendo joven plumilla,
iba a escuchar al Príncipe Gitano -Cariño de legionario y todo
eso- en un club de la Gran Vía de Madrid, o del año que pasé
frecuentando el cabaret de Pepe el Bolígrafo en El Aaiún, por citar dos
casos, data mi afectuoso conocimiento de aquellas putas estilo
franquista, con traje de noche, que te llamaban niño e hijo mío mientras
vaciaban sus copas en el cubo del hielo. Del nuevo estilo puticlub y
polvete ucraniano tengo menos información, aunque lo imagino. Y cuando
en Madrid paso por la calle Montera, el paisanaje salta a la vista.
Tengo datos, vamos. Motivos para rajar.
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Putas, chulos y ayuntamientos | Patente de corso
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