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lunes, 24 de marzo de 2014

SUÁREZ

Creíamos que lo sabíamos todo, lo que estaba pasando, lo que había pasado, lo que iba a pasar. Arrogantes, radicales y bastante tontos, como todos los adolescentes, estrenábamos nuestra vida con una máquina de etiquetar en cada mano. En el umbral de la Transición, su gran obra, Adolfo Suárez nos parecía un facha, un franquista reciclado y culpable. Debo decir, en nuestro descargo, que no merecíamos la desinformación minuciosa, sistemática, en la que habíamos sido educados. Nuestros padres eran más viejos, pero no sabían más que nosotros.
La muerte de Suárez coincide ahora con una sistemática convulsión que parece capaz de poner fin a esa Transición que, transformada en un régimen permanente, llegó a parecer interminable. De todas las figuras implicadas en aquel proceso, él es el único que ha crecido, el único al que los manuales de historia que se estudien dentro de cincuenta años tratará mejor que la prensa de aquella época. A cambio, la enfermedad que le apartó de la vida pública hace ya muchos años, le convirtió en víctima de un destino cruel, un personaje digno de una tragedia griega.
Incapacitado por su imposibilidad para recordar, el único hombre que habría podido, y seguramente habría querido, contar toda la verdad, agonizó en las brumas de una larga desmemoria. La ausencia que, al margen de su voluntad, ha servido tanto para consolidar las presuntas virtudes de unos como para ocultar la probable responsabilidad de otros, es un eslabón más de la maldita cadena que nos asfixia. Seguimos sin saber lo que estaba pasando, pero lo que intuimos agiganta la figura de Adolfo Suárez, el padre de la democracia española, con todos sus defectos y la indiscutible virtud de haber cumplido ya los mismos años que duró la dictadura de Franco. La insoportable adolescente que era yo entonces, jamás lo habría sospechado.
Almudena Grandes en www.elpais.com.

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