Todo había empezado en el mes de febrero de 1813 en Cádiz, como tantas otras grandes cosas de la Historia de España. Las Cortes de Cádiz abolían el Santo Oficio con la promulgación del Decreto de Abolición de la Inquisición.
La fecha parece uno de esos momentos gloriosos del país. Pero habría que matizar varias cosas, porque antes ya se había intentado su abolición en la Constitución de Bayona de 1808 y con la declaración de Napoleón en Chamartín tras su victoria de Somosierra, que consideró el Santo Oficio como «atentatorio a la soberanía y a la autoridad civil».
Además, desgraciadamente la Inquisición no terminó su historia en 1813, sino que se restauró con el regreso al trono de Fernando VII. Luego con el breve periodo del Trienio Liberal, se derogó otra vez para regresar con el triunfo del monarca absolutista, aunque ya muy modificado por los consejos que el rey recibió de su libertador, el duque de Angulema.
El verdadero punto y final de la Inquisición no sucedió hasta que la reina regente María Cristina la derogó con el decreto del 15 de julio del año 1834, pero, como decía Caro Baroja, entonces desapareció la Inquisición, pero no el espíritu inquisitorial».
Sin embargo, este mes de febrero de 1813 debería recordarse como un momento histórico fundamental para un país que por fin se liberaba de una de las instituciones más terribles y cuestionadas, un monumento a la intolerancia y un lastre para el avance y el progreso.
Fue el 22 de febrero el día en el que se promulgó un documento que cambiaría la Historia de España: Manifiesto sobre los fundamentos y razones que han tenido las Cortes para abolir la Inquisición,
que firmó el presidente de las Cortes, el liberal moderado Antonio Miguel de Zumalacárregui.
Entre los argumentos expuestos por los diputados para acabar con el Santo Oficio estaban que el antiguo Inquisidor General estaba en la España dominada por los franceses, por lo tanto no existía ningún tribunal en la España libre.
Además, consideraban que el procedimiento inquisitorial atentaba contra la soberanía de la nación «ya que el poder atribuido al Inquisidor General lo convertían en un verdadero soberano, que no tenía que responder ante nadie».
Por otro lado, los diputados doceañistas culpaban al Santo Oficio de los retrasos de España «al ser esta institución la perseguidora de las mentes más brillantes».
Durante ese triunfal mes de febrero se aprobaron varias normas para hacer efectiva la desaparición del temido tribunal. Por ejemplo, «quitar de parajes públicos y destruir las pinturas o inscripciones de los castigos impuestos por la Inquisición». Una escena sin precedentes en la Historia de España.
En realidad «fue una abolición nominal» porque en realidad en la nueva Constitución recién aprobada no existía verdadera libertad religiosa –la única religión era la católica– y en lugar de la Inquisición se establecieron unos Tribunales Protectores de la Fe.
Por otro lado, aunque la Constitución de 1812 reconocía el derecho de libertad de imprenta, los delitos de herejía y la censura eclesiásticas de libros continuaron.
Por otro lado, aunque la Constitución de 1812 reconocía el derecho de libertad de imprenta, los delitos de herejía y la censura eclesiásticas de libros continuaron.
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