La toma de Zaragoza el 18 de diciembre de 1118 por Alfonso I “El Batallador” adquirió tintes de auténtica cruzada. En Toulouse (Francia) se celebró un concilio al que acudieron obispos de Aragón y Navarra, junto a los de la Francia meridional, para proclamar la guerra santa contra el enemigo almorávide. Un gran ejército de cruzados francos se presentó ante las puertas de Zaragoza. Alfonso I, separado ya de Doña Urraca, se reunió con ellos para ponerse al frente de las tropas. Las murallas de la plaza habían ganado fama de inexpugnables, pero los cruzados manejaban pesada maquinaria de guerra, altas torres y catapultas, perfeccionadas durante la 1ª Cruzada (1096-1099) de Tierra Santa. El encargado de estos artilugios bélicos fue el francés Gastón de Bearn, conde de Barbastro y, posteriormente a la conquista, nombrado señor de Zaragoza por Alfonso I "El Batallador". En su memoria y en la del Bearn, en la comparsa de gigantes de la ciudad de Zaragoza salen todos los años dos personajes, uno es el propio Gastón y otro, una mujer bearnesa.
El asedio se prolongó durante semanas. Los sitiados comenzaron a quedarse sin víveres, pero los atacantes sentían también el castigo de su incesante empuje. La preocupación de Alfonso I era la protección del cerco ante un posible ataque desde el exterior. A pesar de sus precauciones, el gobernador de Granada, Abdalá ben Mazdalí, pudo acudir en socorro de la ciudad, aunque su entrada a la desesperada sólo le serviría para morir mes y medio más tarde. Sin confianza ya en ninguna clase de auxilio, Zaragoza inició las negociaciones de capitulación, que al entender de los cronistas musulmanes, fue muy ventajosa para los rendidos, que pudieron conservar sus propiedades, su religión e incluso su estructura de gobierno. El 18 de diciembre Alfonso I entraba, triunfal, en la ciudad. A su conquista seguirían las de otras ciudades, como Tudela, Tarazona y Épila, y poco después Calatayud y la margen derecha del Ebro.
A su muerte, y en lo que es uno de los episodios más controvertidos de su vida, legó sus reinos a las órdenes militares, lo que no fue aceptado por la nobleza, que eligió a su hermano Ramiro II el Monje en Aragón y a García Ramírez el Restaurador en Navarra, dividiendo su reino.
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