En cuanto a su muerte, se cuenta, se dice, se dijo, se difundió que en la corte de los Austrias, el protocolo era tan estricto, extenso y absurdo, que incluso podemos imponerle parte de culpa en la muerte de Felipe III. Según la historia, el 31 de marzo de 1621, el rey pasó a mejor vida a causa de unas fiebres, cuando tenía 43 años. Y ahora viene la leyenda:
El frío del invierno madrileño había llevado a la colocación de un brasero (o que el rey estaba tan cerca de la chimenea, según otros) junto al rey para templarle el cuerpo. Pero el rey comenzó a acalorarse considerablemente, quizá por el fuerte calor del brasero colocado muy cerca del monarca. El duque de Pomar se dio cuenta del problema y del precario estado de Felipe III, y el monarca le dijo que se apartase el brasero de la vera de su majestad. Pero aquí llegó el problema.
El protocolo establecía quién era la persona destinada a aquellas tareas, a la sazón, el duque de Uceda. El mismo diablo debía haber enredado a este noble señor en otro lugar, y no fue localizado con la debida premura. Cuando por fin llegó y retiró el brasero, el rey ya estaba bañado en sudor y con fiebre.
Lo cierto es que, aquella misma noche, una erisipela (enfermedad bacteriana de la piel) y las consabidas fiebres, acabaron con la vida de Felipe III, que podría haber salvado la vida si aquel brasero no hubiera puesto el último clavo sobre su insigne ataúd.
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