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lunes, 3 de junio de 2019

ZARAGOZA TRAS EL 2º SITIO


Tras la rendición de Zaragoza el 21 de febrero de 1809, los franceses obligaron a los resistentes a deponer las armas y salir por El Portillo en unas condiciones lamentables, pues el tifus y otras epidemias eran evidentes. Además, todos aquellos que no quisieron sumarse al ejército francés, fue enviado como prisionero a Francia.  La ciudad estaba parcialmente destruida y el humo de algunos edificios todavía era visible. Incumpliendo alguno de los términos de la rendición, acabaron a bayonetazos con los religiosos Sas Y Boggiero y los arrojaron al Ebro. El mariscal francés Lannes no entró a la ciudad hasta el  día 5 de marzo, una vez se hubieron limpiado de cadáveres las calles, plazas y edificios. Enró por El Portillo y se dirigió al Pilar donde se ofició un Te deum en agradecimiento a la victoria. Por otra parte, ante el temor a un saqueo generalizado, la Junta de Defensa propuso al Cabildo del Pilar entregar al mariscal  una docena de piezas de su tesoro, algunas de gran valor. Pareció, más que otra cosa, un soborno al jefe militar francés para lograr que éste impusiera la contención en sus tropas, algo tal vez innecesario dada la disciplina con la que generalmente se solían conducir los ejércitos del emperador. ¿O se explica más bien por el desmedido temor que la propaganda antifrancesa había infundido relatando historias sobre asesinatos masivos de religiosos a manos de los “ateos” revolucionarios? Posiblemente ambas cosas intervinieron en un hecho que se ha presentado hasta nuestros días como un “saqueo” francés del tesoro del Pilar, pero del que tan responsable es quien aceptó la dádiva como quienes se la ofrecieron sin que mediase requerimiento, amenaza o asalto a dicho tesoro.


Sea como fuere, el 2 de marzo de 1809 el arzobispo de Zaragoza había regresado ya a la ciudad y el 5 ofició una misa solemne en el Pilar en la que se juró el reconocimiento de José I como rey de España y, por tanto, de los aragoneses. A partir de ese momento, pareciera como si nada hubiera pasado: luminarias, festejos taurinos, representaciones teatrales y musicales en las calles… seguramente se mantenía mucha animadversión, pero dentro de una sorprendente tranquilidad. Y en pocos días entró en vigor un decreto que inauguró una nueva era revolucionaria en la historia de Aragón, por el que se suprimían los conventos y en sus edificios se ubicaron instituciones de beneficencia, escuelas, servicios para las parroquias, el ejército, los abastecimientos, la vida pública e incluso los oficios e industrias. Se adoptaron eficaces disposiciones sobre control de precios de los bienes básicos para la población, policía, teatro, actos públicos, aseo, limpieza y ornato…
Todas las aberraciones atribuidas a la revolución francesa y napoleónica se disiparon como lo hizo el humo de la pólvora disparada en la conquista de Aragón. Y muchos, entre el rencor por la brutalidad del ataque francés y la admiración por la modernidad y la relativa libertad política que se adivinaba, empezarían a plantearse también la pregunta de si valió la pena oponer tan encarnizada resistencia al nuevo tiempo que traían consigo los nuevos invasores. Más tarde sufrirían en sus carnes los desmanes y despropósitos de"El Deseado", el depravado rey Fernando VII.

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