¿No hay Día sin coches? ¿O Día sin tabaco? Pues desde aquí, y dado el desmadre capillí de los últimos tiempos, reivindico el Día sin procesiones.
Yo, vaya por delante, ya dejé atrás el soborno del cielo y no comulgo con credo alguno si no es el de la razón, y por tanto me resulta difícil de digerir que aún necesitemos a los curas. Mayormente para bodas, bautizos, comuniones etc., lo que sitúa a la Iglesia muy cerca, pues, del gremio de la hostelería.
Y ésta es la principal razón en la que se apoyan los defensores de esta “sobrediosis” capillí: las procesiones favorecen a la hostelería y al turismo.
Un argumento que justifica que “contrimás” procesiones más beneficios. Ahora bien, ¿justifica ello esta invasión del espacio público? Y ya puestos, si generan tan cuantiosos beneficios ¿por qué no son los hosteleros y el sector turístico los que sufragan este “contrimás”? Por ahora, todo ese esfuerzo recae en el dinero público: desde las pringosas subvenciones a la iluminación, la vigilancia y la limpieza extras que exigen las procesiones.
Por otra parte, quien está detrás de esta estampida de cristos y vírgenes es una institución con un inmenso patrimonio. Esa que predica la pobreza desde un trono de oro y que, fiel a su tradición, es muy tacaña a la hora de rascarse el bolsillo.
Hay quienes también justifican este “contrimás” desde una perspectiva menos prosaica. Son los más moderniquis, o al menos se lo creen. El desmadre capillí, dicen, sirve para divulgar un patrimonio artístico. Que si el barroco (sifredi), que si la imaginería religiosa merece eso y más… Este delirio de uso doméstico tiene como objetivo camuflar el motivo real: el barroco y el estilo remordimiento español les da igual, pero les sirve para practicar una devoción muy cercana a la idolatría fetichista. Vestidos, ellos, como en el Cortefiel de Bulgaria y ellas de Damas Pintorescas de la Contrarreforma, adoran a “su” imagen con un esteticismo hueco y ciertas efusiones líricas que parecen patrocinadas por Carcomín.
Pepe Pettenghi desde Cádiz.
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