El 14 de abril de 1931 se proclamó en España la Segunda
República. Pese a que, en términos absolutos, los monárquicos habían ganado las elecciones
municipales celebradas el 12 de abril en las zonas rurales y pequeñas ciudades,
en las grandes ciudades del país, los
partidos que conformaban el llamado “Pacto de San Sebastián” y proclives a la
República, con sus líderes encarcelados tras los sucesos de Jaca de 1930, se habían impuesto con autoridad. El recuento
de los resultados en las grandes urbes llegó mucho antes que el de las zonas
rurales y el sentimiento de euforia se propagó entre sus habitantes. Las
propuestas del rey para formar gobierno fracasaron y éste salió precipitadamente
para el exilio el día 14 y sin abdicar de sus derechos dinásticos y
constitucionales. Ese mismo día, se proclamó la 2ª República. Las elecciones
generales del 28 de junio del 31 dieron como vencedores al centro radical y a
las izquierdas republicanas y socialistas y el 9 de diciembre del mismo año, se
aprobó una nueva Constitución. Se nombró a Niceto Alcalá Zamora como Presidente
de la República y a Manuel Azaña como presidente del Gobierno.
La ilusionante y joven República enseguida tuvo que vérselas
con uno de sus adversarios más recalcitrantes: El clero. El Gobierno español
intentó reducir la extraordinaria fuerza económica y social de la Iglesia que,
en las fechas que estamos tratando, tenía más de 110.000 religiosos, unos
40.000 del clero secular y 70.000 del regular de ambos sexos; además de unas 20.000
fincas, entre rurales y urbanas, amén de las no escrituradas. Todo este
entramado era financiado por los Presupuestos de Estado a través de los
acuerdos suscritos en el Concordato de 1851. Ante la posible pérdida de
privilegios, de los púlpitos más fundamentalistas y de algunos medios de
comunicación empezaron a salir proclamas antirrepublicanas que “incendiaron”
los ánimos de los más radicales llegándose a quemar iglesias y conventos en
varias ciudades españolas con la consiguiente pérdida patrimonial y artística.
Estos actos causaron un duro golpe a la bisoña República y la crispación en los
sectores católicos creó una gran tensión. A pesar de todo, se expulsó a los
jesuitas, se congeló el número de eclesiásticos, se les prohibió la enseñanza, se
legalizó el divorcio y se secularizaron los cementerios.
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