En las zonas de secano, se aumentaron las roturaciones para poder sembrar más cereales y satisfacer, así, la demanda que el aumento de población exigía.
En las zonas regadas se intensificaban los rendimientos mediante el sistema conocido como suelo y vuelo o cultivo promiscuo que consistía en dedicar en un mismo campo dos tipos de plantación, en la superficie, cereales o azafrán y, en los ribazos, los árboles frutales, olivos o vides con lo que obtenían dos cosechas de una misma superficie, lo que les suponía un autoabastecimiento sin depender del exterior.
Las labores realizadas `para la preparación de los campos eran tres: La primera, a la salida del invierno, después de estercolar; la segunda, en primavera y, la tercera, en octubre, antes de sembrar. Era frecuente que en las tierras de secano se diesen tres rejas y, en las de regadío, hasta 6, y, si la tierra era caliente, debía hacerse en invierno y, si era fría, en primavera.
Para el abono, se solía utilizar la ceniza de la quema de rastrojos y otras plantas y el estiércol, tanto el de la fermentación de la paja, como el de los excrementos de los animales. El fiemo era muy cotizado y era rara la casa del labrador que no poseía una femera -como muchos hemos conocido-, pero los pequeños campesinos no solían tener esta opción
. Otra forma de abonado era el pastoreo de los rastrojos en las tierras dejadas en barbecho.
El arado romano predominaba todavía, aunque algo perfeccionado, y no era muy eficaz, pues, prácticamente, solo arañaba la tierra.
Las mulas superaban con creces a los bueyes en las labores de labranza y, aunque estos eran más propicios para el rendimiento y su alimentación, el ganado mular era más rápido en los desplazamientos, dado el alejamiento de las heredades.
Como conclusión, decir que todas estas circunstancias hacían que los rendimientos de las tierras fueran muy bajos.
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