El movimiento migratorio galo ya se había producido en la Baja Edad Media, a partir de los siglos XII y XIII, con objeto de repoblar los
territorios conquistados a los musulmanes. Se interrumpió en el XIV por
diferentes causas: malas cosechas, guerras y epidemias -la Peste Negra, entre
otras, que afectó gravemente al principado de Cataluña y al reino de Aragón-.
Pero, a partir del XVI, se incrementó notablemente, debido a la superpoblación
del Midi y a las guerras de Religión,
por una parte y, por otra, a la flexibilidad de los precios y la menor alza del
pan. Primero fue de forma temporal y la integraban jóvenes de, entre 7 y 21 años, que venían para faenas
estacionales que solían volver cada año hasta establecerse definitivamente,
llegando, incluso, a casarse con mujeres aragonesas acabando arraigándose a la
tierra. Existen informes que indican que la población francesa era de 1/5 del
total en el S. XVI y, a principios del siguiente sigl, pudo llegar a 1/4; estos datos, sin
embargo, parecen un tanto exagerados, pero dan una idea de la importancia de
nuestros vecinos en la Corona de Aragón. Tras la expulsión de los moriscos,
franceses, gascones y bearneses, suplieron, en parte, su ausencia, ya que no se
trasladaron a la margen derecha del Ebro, permaneciendo en zona oscense,
exceptuando la ciudad de Zaragoza, pues la migración fue más urbana que rural.
Por lo tanto, no cubrieron, en absoluto los pueblos que quedaron abandonados a
la salida morisca y estos fueron repoblados por gentes procedentes de otras zonas del
reino. A partir de 1640, como consecuencia de la guerra de Sucesión catalana, la llegada de los galos se redujo de forma notable, pero se incrementó, de nuevo, tras la Paz de los Pirineos (firmada por las coronas de las monarquías española y francesa el 17 de noviembre de 1659, en la Isla de los Faisanes (sobre el río Bidasoa, en la frontera franco-española), para poner fin a un conflicto iniciado en 1635, durante la Guerra de los Treinta Años).
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