Eslovenia fue el primer país en independizarse de la antigua
Yugoslavia a principios de los 90, en otro contexto geopolítico completamente
diferente, el surgido de la caída del Muro de Berlín y de la descomposición del
imperio soviético. El Estado que dirigió durante cuarenta años el mariscal Tito
sufría enormes tensiones internas. Y las autoridades de Ljubliana aprovecharon
la oportunidad para celebrar un referéndum independentista. Tuvo garantías
democráticas y exigía un apoyo mínimo del 50 % de los votos emitidos. Los
secesionistas, que eran mayoritarios, lo ganaron con holgura. Pero no contaban con reconocimiento
internacional ni con el beneplácito de Belgrado, por lo que no proclamaron de
forma inmediata la independencia, la suspendieron, como Puigdemont. Bajo una ley
de transitoriedad y la apariencia de un proceso de diálogo para pactar una
nueva consulta, los secesionistas eslovenos ganaron tiempo hasta que las
circunstancias les fueran favorables. Seis meses después, el escenario había
cambiado casi por completo: había respaldo alemán y las autoridades yugoslavas
tenían la atención centrada en Croacia. Ambas repúblicas hicieron sus
respectivas declaraciones unilaterales el mismo día, el 25 de junio de 1991.
Belgrado respondió con la fuerza. Empezó una guerra conocida como la "Guerra de los 10 días" y que provocó más de 60 muertos , 325 heridos graves y más de 5000 prisioneros, alarmando a la comunidad internacional. La UE intervino y
envió una troika a negociar. La mediación funcionó en Eslovenia, pero no en
Croacia, que servía de colchón geográfico con el resto de la antigua
Yugoslavia, convertida en un avispero y en escenario del peor conflicto bélico
desatado en Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Las tropas serbias no podían
llegar a territorio esloveno. Y la independencia se convirtió en un hecho. En
la segunda mitad del 91 empezaron los reconocimientos internacionales. Y en
1992 llegó el de los países de la Unión Europea, que aceptaron a Eslovenia en
el club comunitario 12 años después.
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