(Foto de JMTP)
Las agujas de los faraones son por naturaleza poco dadas a los desplazamientos. ¡Y sin embargo se mueven! Las movieron los antiguos egipcios desde las canteras hasta los templos pero, sobre todo, 21 de estos monumentos solares, quintaesencia de Egipto y cuyo nombre viene de una ironía griega, el término obeliskos, pequeño espetón para asar la carne, o sea brocheta, han sido llevados a tierras lejanas, surcando mares y afrontando desafíos casi sobrehumanos. Uno de los mayores monolitos faraónicos transportados fuera de Egipto es el que domina la plaza de la Concorde de París, regalo del virrey de Egipto Mohamed Alí, a instancias de Champollion, y su traslado, una aventura alucinante. El viaje, que comenzó en abril de 1831, se realizó de Luxor a París en un barco fabricado al efecto -teniendo en cuenta sus 200 toneladas y sus 25 metros- y tras recorrer 12.000 km, se culminó en 1836. No es el más grande, pero sí es de los más majestuosos y esbeltos. Sus caras están cubiertas de espléndidos jeroglíficos que proclaman la gloria de uno de los más grandes faraones de Egipto: Ramsés II. Tiene un hermano gemelo que permanece en Luxor.
Los avatares de su derribo y colocación, así como las vicisitudes del viaje son largas de contar, pues surgieron decenas de anécdotas de mayor o menor interés y gravedad y no quiero alargarme con ello. Solo me referiré a que, cuando llegó la momia de Ramsés a París, fue paseada por la plaza de la Concordia, lugar donde fueron guillotinadas 119 personas, incluidas Luis XVI y su esposa Mª Antonieta.
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