Al pasar una mañana por delante de su cuarto, vi la puerta abierta y eché un vistazo. Estaba dando los últimos toques a un retrato de gran tamaño, que me gustó mucho. En seguida, dije a Lorca y a los demás:
- El pintor checoslovaco está pintando un retrato muy bonito.
Todos acudieron a la habitación, admiraron el retrato y Dalí fue admitido en nuestro grupo. A decir verdad, él y Federico sería mis mejores amigos. Los tres andábamos siempre juntos. Lorca sentía por él verdadera pasión, lo cual dejaba indiferente a Dalí.
Dalí era un muchacho tímido, con una voz grave y profunda, el pelo muy largo, que después se hizo cortar, una viva irritación hacia las exigencias cotidianas de la vida y un atuendo extravagante, consistente en un sombrero muy grande, una chalina inmensa, una americana que le llegaba hasta las rodillas y polainas. Causaba la impresión de que se vestía así por afán de provocación, cuando lo hacía, simplemente, porque le gustaba, lo cual no impedía que a veces la gente lo insultara por la calle.
Dalí también escribía poesías, y las publicaba. En 1926 o 27, siendo todavía muy joven, participó en Madrid en una exposición con otros pintores, como Peinado y Viñes. En junio, cuando tuvo que presentarse al examen de ingreso en Bellas Artes y le hicieron sentarse ante el tribunal para el examen oral, exclamó de pronto:
- No reconozco a ninguno de los que están aquí el derecho a juzgarme. Me marcho.
Y se marchó, efectivamente. Su padre vino de Cataluña a Madrid para tratar de arreglar las cosas con la Dirección de Bellas Artes. Resultó inútil, Dalí fue expulsado.
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